Comentario
Velázquez nació en Sevilla, en 1599, en el seno de una familia quizás de origen hidalgo, pero sin grandes posibilidades económicas. La ciudad era por entonces una de las más ricas de España y poseía un elevado nivel cultural, del que se benefició el pintor en su juventud. Siendo aún un niño, como era costumbre en la época, inició su formación artística, primero en el taller de Herrera el Viejo, donde apenas pasó unos meses en 1609, para entrar al año siguiente como aprendiz en el taller de Pacheco. Esta fue la primera circunstancia afortunada de su vida, porque su maestro, aunque de condición pictórica modesta, era un hombre culto que además de enseñarle la técnica pictórica, le pudo transmitir una serie de conocimientos teóricos e inquietantes intelectuales, que fueron posteriormente decisivos en la configuración de su arte.En 1617 pasó el examen que le capacitaba para ejercer como pintor, y en 1618 se casó con la hija de Pacheco, Juana. Esta vinculación familiar con su maestro fue también afortunada para su carrera porque éste, conocedor de las cualidades de su yerno, empleó sus influencias para situarle en la corte, donde pudo enriquecer y perfeccionar su arte, llegando a unas cotas de calidad que difícilmente hubiera alcanzado de haber permanecido en Sevilla.Desde que comenzó su actividad artística hasta su traslado a Madrid en 1623, Velázquez realizó en Sevilla una serie de obras, de difícil datación, basadas en la copia del natural y con un estilo vinculado al naturalismo tenebrista de raíz caravaggesca. Factura lisa, entonación terrosa, dibujo preciso y modelado compacto son las cualidades de estos primeros cuadros, en los que se interesó especialmente por los temas de género. En ellos utiliza muy pocos personajes, vulgares e individualizados, que aparecen dispuestos generalmente junto a una mesa, sobre la que adquieren especial protagonismo diversos elementos de naturaleza muerta, recordando a los bodegones con figuras de la escuela flamenca del XVI (Vieja friendo huevos, 1618, Edimburgo, National Gallery of Scotland; Jóvenes comiendo y El aguador de Sevilla, h. 1620-1622, Londres, Wellington Museum). Algunos presentan en su fondo un cuadro, o ventana abierta, donde aparece representado un asunto religioso que relaciona estas obras con la temática predominante en la época (Cristo en casa de Marta y María, 1618, Londres, National Gallery; La mulata o Cena de Emaús, h. 1618-1620, Dublín, The National Gallery of Ireland).A ella también se dedicó Velázquez durante sus años sevillanos, empleando idéntico lenguaje realista (Inmaculada Concepción y San Juan Bautista en Patmos, h. 1618-1619, Londres, National Gallery; La adoración de los Magos, 1619, Madrid, Museo del Prado). En esta etapa inicial ya dominaba los recursos de la retratística, como lo demuestra en el impresionante retrato de la monja franciscana Doña Jerónima de la Fuente (1620, Madrid, Museo del Prado), en el que destaca la fuerza expresiva del modelo y el intenso realismo de su acabado.En 1622 realiza el primer viaje a Madrid con cartas de recomendación de su suegro, pintando entonces el magnífico retrato del poeta Luis de Góngora (Boston, Museum of Fines Arts). Sus intenciones de acercarse a la corte resultaron en ese momento fallidas, pero al año siguiente la llamada del Conde Duque de Olivares le hizo volver, comenzando en ese momento una etapa decisiva para su vida y para su arte. Ese mismo año obtuvo el título de pintor del rey, a quien pronto retrató utilizando ya una fórmula personal, en la que logró aunar admirablemente el carácter emblemático de este tipo de representaciones con una sobria y natural captación de la efigie del monarca, rompiendo con el distante y rígido formulismo de la retratística cortesana anterior, derivada de los modelos de Sánchez Coello y de Moro (Felipe IV, hacia 1624, Madrid, Museo del Prado). Con idéntica concepción realizó los numerosos retratos reales que pintó a lo largo de su vida, evolucionando con el transcurrir de los años de la técnica prieta y la apagada entonación de los ejemplos de la década de los veinte, aún dependientes de su formación sevillana, a la rica luminosidad y a la factura abocetada de la plenitud de su estilo (Felipe IV vestido de castaño y plata, h. 1635, Londres, National Gallery; Felipe IV en Fraga, 1644, Nueva York, Frick Collection).En los primeros años de su estancia en la corte su lenguaje cambió rápidamente, gracias sobre todo al conocimiento de la colección real, en la que estudió con especial admiración los cuadros de la escuela veneciana. Por su influencia pronto abandonó el tenebrismo, ablandando los volúmenes y comenzó a soltar su pincelada, aunque mantuvo el carácter realista y concreto de los modelos, como puede apreciarse en Los borrachos o Triunfo de Baco (h. 1628, Madrid, Museo del Prado), su única obra de composición que se conoce de esta época.Sus progresos técnicos y la renovación de su concepción pictórica se vieron también impulsados por sus contactos con Rubens, quien permaneció en la corte madrileña durante unos meses entre 1628 y 1629. Según Pacheco, el gran maestro flamenco distinguió con su atención al joven sevillano, quien aprendió de él no las cualidades específicas de su estilo, sino las posibilidades de la luz y del color, el valor de la imaginación y la relevancia social que podía alcanzar un gran artista. Es decir, en su compañía comprendió lo mucho que aún le faltaba a su prometedor arte, por lo que siguiendo probablemente sus consejos pidió permiso al rey para marchar a Italia, con la intención de completar allí su formación.Su primer viaje a este país se desarrolló desde agosto de 1629 hasta enero de 1631. Su lugar de destino era Roma, pero antes de llegar a esta ciudad pasó por Génova, Venecia, Ferrara, Cento y Bolonia, lo que le permitió enriquecer su arte con los ejemplos pictóricos que pudo admirar en este recorrido, desde los retratos de la etapa genovesa de Van Dyck y las obras de los venecianos, hasta el clasicismo boloñés y el arte de Guercino. El resultado de estas influencias y de su estudio de los maestros renacentistas y de los restos de la Antigüedad clásica en la Ciudad Eterna se advierte en La Fragua de Vulcano (h. 1630, Madrid, Museo del Prado), y en La túnica de José (h. 1630, Monasterio de El Escorial), cuadros pintados durante esta estancia en Italia, en los que se apunta ya la madurez de su estilo.Tras visitar a Ribera en Nápoles, Velázquez regresó a España, dando pronto muestras de las provechosas consecuencias de su viaje. Poco después de su vuelta pintó el magnífico Cristo de San Plácido (h. 1631-1632, Madrid, Museo del Prado), en el que sigue la iconografía definida por Pacheco, pero sustituyendo el habitual patetismo de la época por una emoción contenida que dimana de la severa y bella imagen, cuyo desnudo evoca fórmulas clasicistas. Sin embargo, y a pesar de este ejemplo religioso, su labor principal durante esta década y la siguiente fue la de retratista de la familia real, aunque también posaron para él otros personajes de la época (retrato de Martínez Montañés, 1635, Madrid, Museo del Prado). Las efigies del príncipe heredero que realiza por estos años (Baltasar Carlos y un enano, 1632, Boston, Museum of Fine Arts; Baltasar Carlos, 1633, Londres, Wallace Collection), poseen ya la técnica fluida y empastada y la riqueza cromática propias de su madurez, mostrando en ellas, a pesar de su carácter representativo, sus dotes para captar el encanto infantil, que alcanzará cotas insuperables en los retratos de su hermana la infanta Margarita (1653, Viena, Kunshistorisches Museum).Velázquez también participó en la empresa artística cortesana más importante de los años treinta: la decoración del Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, para la que se ideó un programa iconográfico y simbólico dedicado a ensalzar los triunfos y la gloria de Felipe IV. Para este conjunto pintó la Rendición de Breda o Las Lanzas (1635, Madrid, Museo del Prado), sin duda el mejor cuadro de la serie, en el que la perfecta captación de los efectos atmosféricos en la lejanía y el protagonismo de la luz y del color testimonian la plenitud del artista. Asimismo, y para los testeros de este salón, realizó los retratos ecuestres de los reyes Felipe III y Felipe IV, de sus esposas Margarita de Austria e Isabel de Borbón, y el del príncipe heredero Baltasar Carlos (1635-1636), hoy conservados en el madrileño Museo del Prado. Los cinco presentan una concepción majestuosa, imbuida de sobria dignidad, en contraste con la ampulosa altanería que dimana del retrato ecuestre del Conde Duque de Olivares (h. 1634, Madrid, Museo del Prado), probablemente porque en este último el pintor reflejó su visión de la personalidad del retratado.A estos años también corresponden los retratos de Felipe IV, del Cardenal Infante don Fernando y del príncipe Baltasar Carlos (h. 1635, Madrid, Museo del Prado), vestidos de cazadores y con el paisaje de la sierra de Guadarrama como fondo, ejemplos magníficos de la seguridad y la madurez estética alcanzadas ya por el artista. Estas obras fueron pintadas para el pabellón de caza de la Torre de la Parada, situado en los montes de El Pardo, para cuya decoración Rubens ideó un magnífico conjunto de obras mitológicas realizadas por él mismo y por su taller (Museo del Prado). En este recinto estuvieron colgados otros cuadros de Velázquez, como el Marte y los filósofos Esopo y Menipo (h. 1639-1640, Madrid, Museo del Prado), representados como mendigos a la manera de Ribera, aunque sin insistir en el detalle realista sino, por el contrario, configurándolos con una pincelada fluida y extraordinariamente abocetada.También en este pabellón figuraron los retratos de los bufones Francisco Lezcano o El niño de Vallecas, Calabacillas y don Diego de Acedo el Primo, que forman parte de la serie dedicada a los hombres de placer de la corte, que Velázquez pintó en las décadas de los años treinta y cuarenta, hoy conservados en el Museo del Prado (Barbarroja, don Juan de Austria, Sebastián de Morra). En todos ellos plasmó con realismo sus anormalidades, aunque también destacó su condición humana y la tristeza de sus desgraciadas vidas. Uno de los más significativos es el Pablo de Valladolid (h. 1633), en el que define el espacio con portentosa maestría sin utilizar ninguna referencia geométrica, sólo con la luz y las sombras. Para Manet este cuadro era "quizás el trozo de pintura más asombroso que se haya realizado jamás", admiración que le llevó a recoger su influencia en su obra El pífano (1866, París, Museo D'Orsay).En la década de los años cuarenta, Velázquez pintó poco, ocupado por su cargo de veedor de las obras reales. Además de algunos retratos del monarca ya citados y los de los bufones, realizó en esta etapa una de sus obras religiosas de mayor calidad: la Coronación de la Virgen (h. 1641-1642, Madrid, Museo del Prado), para el oratorio de la reina en el Alcázar madrileño, en el que se aprecian la grave elegancia y la serena majestuosidad que caracterizan a su estilo.En noviembre de 1648 partió de nuevo hacia Italia, donde permaneció hasta mediados de 1651. Este ya no era un viaje de formación, puesto que hacía muchos años que su pintura había alcanzado la plenitud, sino una misión oficial destinada fundamentalmente a la compra de obras de arte para el rey. Antes de llegar a Roma, como en la ocasión anterior, visitó Milán, Padua, Venecia, Bolonia, Florencia y Parma. Su estancia posterior en la Ciudad Eterna estuvo marcada por el éxito, debido principalmente a los retratos que allí realizó, destacando sobre todos el de su criado Juan de Pareja (1650, Nueva York, Metropolitan Museum), y el del papa Inocencio X (1650, Roma, Galeria Doria-Pamphili), ejemplos magníficos de su capacidad para captar la vivacidad de la expresión y ahondar en la psicología de sus modelos.Quizás pintó también en Roma la Venus del espejo (h. 1650, Londres, National Gallery), que en 1651 se encontraba ya en la colección del Marqués de Heliche. La influencia de Tiziano y Rubens, y probablemente también la de la escultura del Hermafrodita (Museo del Louvre), de la que Velázquez mandó hacer un vaciado, pueden apreciarse en este bellísimo desnudo femenino, interpretado por el pintor con refinada sensualidad. Aunque de fecha discutida, parece probable que los dos paisajes de Villa Médicis (h. 1650-1651, Madrid, Museo del Prado) correspondan también a este segundo viaje, a juzgar por la libertad y espontaneidad de su ejecución, con la que Velázquez logra plasmar la cambiante luminosidad de la atmósfera, captada al aire libre.Tras su regreso a España y en la última década de su vida realizó las dos obras cumbres de su carrera: Las Meninas y Las Hilanderas (Madrid, Museo del Prado). Las Meninas, o La familia como se la llamaba en su tiempo, fue pintada por Velázquez en 1656, con un virtuosismo técnico inigualable, en el que destaca la utilización de la luz, que define o diluye las formas creando la ilusión óptica de un espacio verosímil, también conseguida mediante la fluida pincelada y las matizaciones de su refinado y espléndido colorido. Y es precisamente el dominio de la perspectiva atmosférica, la magistral captación del aire existente entre los cuerpos y la plasmación de una apariencia real y mutable lo que convierte a este cuadro en una de las obras maestras del arte mundial.Pero además Las Meninas posee una especial grandeza derivada del carácter enigmático de su contenido, que ha ejercido durante años una extraordinaria fascinación entre numerosos estudiosos interesados en encontrar la auténtica esencia de su significado. La primera lectura es sencilla: la infanta Margarita, en el centro de la escena, visita el taller de Velázquez que estaba situado en el propio Alcázar, acompañada por dos jóvenes damas o meninas, doña Isabel de Velasco y doña Agustina Sarmiento -quien le ofrece un búcaro de agua-, y otros miembros de su séquito, como los enanos Maribárbola y Nicolasito Pertusato. Velázquez se halla ocupado en la realización de un gran lienzo, mientras que los reyes Felipe IV y doña Mariana de Austria, padres de la infanta, entran en la sala o posan para el pintor atrayendo hacia ellos las miradas del grupo. Sus imágenes se reflejan en el espejo del fondo, recurso hábilmente utilizado por el pintor ya que establece un punto de referencia tras los propios espectadores, que quedan así incluidos en el desarrollo espacial de la composición.Sin embargo, esta natural escena adquiere un sentido trascendente e intelectual cuando se apunta la posibilidad de que Velázquez hiciera deliberadamente en este cuadro una portentosa exhibición de su talento, para convertirle en un alegato en favor de la consideración de la pintura como un arte liberal, que imprime nobleza y dignidad a sus creadores, rechazando la consideración de artesanal que por entonces tenía en España. La propia presencia del rey junto al pintor dentro del mismo lienzo, hecho excepcional en la historia de la pintura, parece avalar esta tesis ya que probablemente supone el reconocimiento real de la nobleza del arte de la pintura, y por consiguiente del propio Velázquez, quien por esos años se veía obligado a demostrar que no era un trabajador manual para poder vestir el hábito de Caballero de Santiago que el monarca le había concedido. Con esta interpretación el cuadro se convierte, como dice Gállego, no en la simple imitación del natural ni en el lucimiento de una técnica, sino en la proyección espiritual del artista, en la imagen de una idea interna.Por estos mismos años, quizás hacia 1657, Velázquez pintó Las hilanderas o La fábula de Aracne para el montero del rey don Pedro de Arce. En esta obra consigue aunar la realidad visual y la concepción intelectual del mito con tal maestría que, hasta que Angulo descubrió en 1947 que se trataba de una obra mitológica dedicada a ilustrar uno de los pasajes de las "Metamorfosis" de Ovidio, se creía que sólo representaba una sencilla escena de trabajo en el obrador de la fábrica de tapices de Santa Isabel de Madrid.Esta fábula narra la historia de la joven Aracne quien, orgullosa de su habilidad como tejedora, desafió a los dioses, ofendiendo a Minerva al representar en sus trabajos las aventuras amorosas de su padre Júpiter, quien aparece raptando a Europa en el tapiz que orna el muro del fondo. En sabia y compleja composición el pintor sitúa en primer plano el momento de la competición entre la diosa y Aracne, tratada como una verosímil escena de género, relegando al último término el castigo de Minerva a la joven, a la que convertirá en araña. Velázquez repite el recurso ya empleado en algunos de sus primeros cuadros: desplazar al fondo de la obra la clave del tema, aunque en esta ocasión se halla en su plenitud técnica, con la que abocetadamente sugiere los efectos de distancia y la corporeidad de las formas, con una perfecta utilización de los planos lumínicos.Además de estas dos obras inigualables Velázquez realizó en sus últimos años varios retratos reales, entre los que destacan los de la reina Mariana de Austria (1652, Madrid, Museo del Prado), de la infanta María Teresa (h. 1651-1652, Nueva York, the Metropolitan Museum of Art), y de la infanta Margarita, algunos ya citados. Precisamente cuando le sorprendió la muerte, en agosto de 1660, estaba pintando a esta última (Infanta Margarita de Austria, 1660, Madrid, Museo del Prado), en uno de los más admirables ejemplos de su calidad cromática, que tuvo que ser concluido por su yerno Juan Bautista del Mazo.Al fin en 1659, poco antes de morir, pudo vestir el hábito de Caballero de Santiago, tras superar largos expedientes destinados a demostrar la nobleza de su familia y también que nunca había "trabajado con las manos". Alcanzó así uno de los anhelos de su vida, ser noble, algo que a juicio de la posteridad resulta irrelevante, porque su nobleza ya la había probado con sus cuadros, que han trascendido su tiempo y sus deseos personales para maravillar a generaciones pasadas, presentes y futuras.